05.11 am. Domingo 27 de junio de 2002
Con la poca luz que hay en éste cuarto, las ganas de escribir tienen que ser muy fuertes. Parece que ésta noche no tiene más destino que sumarse a la larga lista de trasnochadas.
Quizá si ésta pocilga no diera a la avenida, tendría más posibilidades de acercarme a caer en las manos del deseado sueño. Pero tendré que resignarme a que venga (va a tener que venir solo), cuando se le de la gana.
Con éstas ojeras y pinta, mañana seguro pierdo a mi actual abogado, el que le sigue será el quinto. Es una pena porque éste me venía cayendo muy bien.
El otro día cuando decía algo sobre como la investigación se tornaba lentamente a nuestro favor, note que desde mi ángulo podía apreciar el lado bueno de su rostro, tenía detalles imperceptibles :rasgos muy finos, un cutis con dejos de femineidad que a simple vista se notaba terso. Debía tener unos treinta y largos, y llevaba una postura impecable, y un porte imponente aunque su mirada gélida por lo azul junto al contraste tajante con la tonalidad blanca cual talco mostraba compasión, un evidente interés y un compromiso con su entorno.
Yo estaba sentando en una silla de plástico que daba pena, se notaba que en algún momento la habrían utilizado para remodelar alguna parte de la comisaría.
Ya el día en que me llevaron y camine por esos pasillos por vez primera noté una sábana toda agujereada y que hubiera ganado un concurso de manchas en una silla a la izquierda de la sala de expedientes . Ésta a diferencia de la otra, era de un pino maltratado por los años, le faltaba una lijadita, algo de barniz y pasaría desapercibida, cumpliría su lugar de las sillas mediocres y sin brillo, sería una más.
Ese día se olía, además del quilombo habitual de una oficina recién abierta, un lunes a la mañana, acomodándose a las urgencias burocráticas correspondientes a la agenda comercial y no al calendario mundano, una mezcla de pared recién pintada y encierro de dos días.
Esteban Fernández, mi primer abogado, me esperaba en su despacho con un café que se notaba ya frío por la poca atención de su consumidor, a su derecha y una pila de papeles, que evidenciaban la razón detrás de la cara de destruido del tipo.
“Pase, pase” me dijo con un gesto de la mano y la mirada pérdida buscando alguna birome en ese escritorio que pedía a gritos que alguien lo ordenara. Me saludo secamente con la mano y me preguntó como estaba. La gente que realiza éste tipo de interrogaciones, sin miramientos, por cortesía o por costumbre, tiene un pasaje directo a mi lista de pelotudos. No hay necesidad convengamos.
“Me acaban de meter en cana” le dije, “la verdad, que estoy saltando en una pata” agregué sin disimular demasiado, para que entendiera como venía la mano.
En cambio Raúl, era otra historia. Me pareció desde el principio, un tipo más honesto, humilde, y claramente al ser del interior, teníamos afinidad.
En esa relación mezcla de discreción y confianza, que debería generar cualquier buena abogado con su cliente, se le escapó decirme un viernes que nos reunimos para discutir la coartada, que ese fin de semana, si intentaba ubicarlo me iba a dar el contestador, ya que el tenía que viajar a Olavarría, por un asunto familiar.
No había terminado de dar sus excusas y yo ya estaba viajando mentalmente a los últimos años de la década del ‘60, a los guisos de mi abuela Olga para las fechas patrias, que por lo general nos encuentra el abrazo del crudo invierno y los desfiles militares típicos de época, en la plaza principal de Pehuajo, y de fondo la iglesia, las dos manos del fantasma de hierro argentino. Vinieron a mi también, en una seguidilla veloz, las fotos amarillentas y corrompidas por el pasar de los años, que encontré una tarde buscándole el costurero a mi única abuela. Había, debajo del cofrecito de agujas e hilos una pila de papeles de la carrera de Contador Público, una libreta universitaria de un celeste desteñido y que en el margen superior rezaba en tinta negra “Alberto J. Campos”, 1953, Universidad de Buenos Aires. Dentro de la libreta, una montañita de recuerdos, fotos de Plaza de Mayo y sus cientos de palomas, un gran angular de los bosques de Palermo en un atardecer a contra luz, un zaguán y mi viejo, rodeado de los muchachos, hasta estaba Luis, su amigo de toda la vida con unos cuántos kilos y años menos. Todos jóvenes, temerarios y sedientos de caminar la vida. Y la juventud, me recordó a Gustavo, y me encontré secándome una lágrima, no había sabido más nada de él desde hacía algún tiempo, una sola tarde había recibido una llamada diciéndome que pronto pasaría a verme, que tenía que contarme algo en persona, me dijo perdón varias veces como cuando era chiquito y se mandaba alguna macana, dejaba siempre los juguetes por toda la casa, y cuando creció fueron los libros, las zapatillas o su mochila. Me llamó mucho la atención que me hablara tan nervioso, que no me dijera donde estaba, ni porque se había ido.
En un momento, Raúl me sacó sin saberlo de mi sueño diurno, trayéndome devuelta a esa oficina oscura y fría, más por el ambiente que por la calefacción, recordándome que eran las ocho de la noche, que tenía que tomar el subte urgente y que nos veíamos en unos días.
Cuando se trata con abogados, (en realidad, cuando se interacciona con seres humanos en general) puede haber una serie de malentendidos. Pero al final, casi todo tiene que ver con guita. Se creen que porque gané un poco de prestigio estos últimos años antes de la crisis, que todo se vino abajo, y el arte, evidentemente olvidado en la agenda de los gobernantes y en los reclamos del pueblo, paso a los depósitos del subsuelo, y a una lucha silenciosa e interna, pueden pedirme cualquier cifra y la voy a pagar a fe ciega. Viveza criolla, pero se olvidan que yo también soy argentino. Se creen que por estar en la cárcel no se que la Argentina se está cayendo a pedazos. Claro que lo sé.
“Mil abogados en el fondo del océano son un buen comienzo” ya lo creo que así es.
Esteban se fue sólo con mi negativa, y los que siguieron, quedaron en el medio, entre un comienzo y un extremo de lo que parece un final, el medio se vislumbra menos importante.
Del 12 de agosto del 2000 al día de la fecha, entre esto y lo otro, hoy, los detalles parecen insignificantes, pero son esos detalles los que construyeron la peculiaridad de la cara de la Raúl, o en la sonrisa de “Mariaju“, llamada por sus padres María Julia, y por el resto de los mortales, con el apodo risueño e infantil, tan acorde con su ser angelical y en éstos momentos añorado por mi. No hay palabras para describirla, asi que voy a tratar de buscar entre sus peculiaridades.
La emocionan los ojos de los animales, en particular los caballos. Podía quedarse horas observándolos en el establo, y se reía
Ella era hija del jefe de los peones, pero siempre había sido muy curiosa y entrometida. La casona del patrón era un lugar que frecuentaba por su simpatía y su desenvoltura, y la hermana del dueño del campo, Lucía, sentía una debilidad peculiar por ella al no haber tenido nunca a una nena, sólo dos varones. Siempre se encargó de mimarla, la vestía con su ropa vieja aunque perfectamente cuidada, y le regalaba las novelas de cabecera para jóvenes de la época. Siempre vió en ella algo más de lo que se esperaba de cualquier señorita de su clase social por aquellos años. Tal vez sus deseos personales irresueltos.
María Julia todas las tarde a las cinco y media salía a caminar por las calles de la Recoleta. La asfixiaba la ciudad de Buenos Aires, pero sabía en el fondo que ese era un lugar para crecer. Estudió durante muchos años, en el medio de la dictadura, la carrera de periodismo, y en el año 79 volvió a refugiarse en el campo “La clarita”. Fue ese verano que yo pasé a visitar a la familia Ludueña, que nos encontramos y yo no pude sacármela de la cabeza. Cuando supe que estaba en Buenos Aires, no me quedó más que buscarla. No podía dejar que se me escapara, estaba totalmente enamorado.
Ya son las 7.30 am. debería acostarme, en el transcurso de está mañana tengo que hablar con Raúl y tratar de que no salga corriendo, ahora, justo en este momento, que el caso se está esclareciendo, que quizá por fin pueda salir de esta acumulación de animalidad, de estos reflejos transparentes de lo que cae la humanidad en el encierro.
Si alguien me pudiera explicar, ¿Por qué encerrar a un montón de supuestos inadaptados sociales, criminales, asesinos, violadores y ladrones, en una palabra la escoria de la humanidad, en un mismo lugar? Desmotivarlos, deshumanizarlos más y más, quitándoles la dignidad si es que en algún momento de su vida la tuvieron, por suerte o por una decisión acompañada de muchas puertas abiertas. ¿Y que les queda? La ley de la selva, que estupidez, el evolucionismo, Darwin, ya pasaron de moda y el tiempo los superó.
Ponerme a pelear una y otra vez con las razones que hacen que yo, esté aquí, no tiene sentido ya. La justicia ya hará su parte, yo ya he hecho bastante de mi lado. Ya se que librarlo a las manos del sistema judicial, no es lo más sabio y prudente que podría hacer. Pero pregunto en silencio para mis adentros ¿queda otra? Para un tipo como yo, evidentemente no. Tranzar, negociar no son lo mío. Si hay algo a lo que me ha acercado el arte desde que descubrí que la fotografía me enloquecía y me podía más que la ficción es a lo claro que se vuelve mirarse, encontrarse, si se presta un poco de atención y se apela algo al revisionismo, y a lo evidente que se vuelve la hipocresía cotidiana.
Quien diría que sería gatillar con mi Pentax, como si fuera un arma, lo que me metería en estás cuatro paredes donde una gotera, cual taladro en pared de yeso, me moja incansablemente la calvicie propia de mi estado “entrado en años”. Deprimente, y de fondo la desesperación corrompe la virginidad trasera de los recién llegados. Situación cinematográfica.
Mañana me espera otro día, es lunes, y esto de volver a agarrar este cuadernito, que también ha dado para calificarme de “puto” o en el caso más atenuado de maricón, por la mínima parte de mis compañeros que saben leer, me hizo ponerme demasiado nostálgico y trajo muchos pensamientos inútiles. Voy a matarlos con la almohada.
Cerro el cuaderno y lo dejo sobre la mesa. Se sentó en la cama de hierro y posó la cabeza entre las manos. Se preguntó porque se sentía tan mal, tan culpable, y confirmó que la respuesta era evidente. Si le hubiera avisado el día anterior, si no se hubiese tomado ese franco de llamarlo. Él lo había notado raro cuando hablaron por teléfono, era muy temprano, en general Sergio siempre se despertaba más tarde, le costaba la mañana. Lo llamó ese lunes a las ocho de la mañana.
- Mira Sergio, lo mío es lo penal, eso no me corresponde…
- Raúl, hace lo que puedas para encontrarme a alguien, no hay apuro, yo necesitaría resolverlo lo antes posible, los temas de herencia, viste uno nunca sabe… (Tenía un temblor extraño en la voz) pero si me das una mano con esto, ya sabes. Yo estoy agradecido infinitamente con vos.
- Veré que puedo hacer, nos vemos el miércoles.
- Chau che, gracias por todo y que tengas un buen día.
Raúl lo sabía, Sergio era muy buen tipo, y no era posible que hubiese asesinado a María Julia Romano. Eran una pareja que se notaba feliz, pero no era esa felicidad de porcelana que envuelve a la gran mayoría a las relaciones. Para nada.
A partir del despegué artístico de Sergio Campos, en el año ’98 como fotógrafo periodístico, de un nivel admirable y un gusto exquisito, de la mano de su muestra sobre retratos del atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina en 1994, que apareció en todos los diarios y revistas con críticas impecables, el y su mujer empezaron a recibir una atención especial por los medios. Sobre todo por la belleza descomunal que irradiaba María Julia. Preciosa, simpática, morocha de ojos verdes, una mujer soñada. Debía medir un metro setenta y tenía una presencia que dejaba sin aliento. Tenía una sonrisa amplia y una mente despierta. Raúl cuando vio las fotos que encontraron entre las cosas de Sergio haciendo las indagatorias, no podía creer que estuviera muerta, que toda su luz se hubiese desvanecido.
Tampoco veía el sentido de haberle sacado fotos en ese estado. ¿Cuál era el motivante de inmortalizarla así, inmóvil pero aún hermosa, golpeada y maltratada, tan ajeno a su ser lleno de vida? Después entendería en las reuniones con Sergio, que el la amaba profundamente, que la amaba tanto como amaba a sus cámaras. Que sus pasiones trascendían y que una de ellas se había perdido, que alguna parte de su alma necesitaba mostrar aquella injusticia, como lo había hecho con tantos crímenes sociales.
El día lunes 28 de junio del año 2002, amaneció nublado y triste. El cielo amenazaba con la lluvia y con el sol de manera intermitente. A las 12.15 del mediodía el joven Gustavo Campos entró a la comisaría 39 del barrio Villa Urquiza preguntando por su padre. Se le informó que se encontraba en la Cárcel de Devoto. Estuvo un total de una hora dentro del resiento, al salir se refregó la cara con una campera de algodón azul.
En la sección de espectáculos del diario Clarín del día 30 de junio del 2002, el título rezaba “La tragedia de los Campos-Romano” y en el epígrafe se leía.
“Una terrible pérdida para el mundo de la fotografía argentina. El pasado martes el reconocido fotógrafo Sergio Campo, acusado por el asesinato de su mujer, oriundo de la localidad de Pehuajo de provincia de Buenos Aires, fue encontrado colgado en una ducha de la cárcel de Devoto (…) En ésta nota todos los detalles de la oscura historia del asesinato de su mujer María Julia, la desaparición misteriosa de su hijo Gustavo tras la muerte de su madre y el suicidio del apasionado fotógrafo”